La
niebla, aunque a esa hora de la mañana ya no era muy intensa, si se dejaba percibir
claramente y daba un aspecto extraño, mezcla de tristeza y soledad, al viejo cementerio de aquel pueblo.
El viajero
sintió frío, un frío extraño, provocado más por el silencio absoluto, que por la niebla y
la humedad; un frío que se generaba en el interior de él mismo y que era mucho
más intenso que el exterior.
Había
decidido hacer una visita inaplazable, una especie de recordatorio necesario. Y así, se acercó lentamente hasta la entrada, donde
todavía estaba la misma puerta metálica pequeña y absolutamente descolorida que daba acceso al anterior.
Una
puerta pequeña es lo que corresponde a un cementerio pequeño.
Se aproximó
hasta un reducido espacio de tierra oscura, donde no había ni una lápida ni una cruz, ni cualquier
otro signo de que allí hubiera alguien. Sin embargo, sobre la tierra un pequeño
rótulo de metal, ya muy envejecido, contenía la explicación de esa visita. “Aquí está enterrado el
amor”.
El viajero
contempló el rótulo con el mismo sentimiento que el día en que lo colocó.
Recordó que exactamente 35 años atrás, puso allí esa leyenda, ese pequeño rótulo en
un espacio de tierra para que sirviera de recordatorio.
Aún
recuerda el semblante, mitad de asombro, mitad de espanto, del encargado de aquél
cementerio pequeño en un pueblo casi deshabitado, cuando el viajero le dijo que quería comprar un espacio de
tierra solo para colocar un cartel a modo de recordatorio: “Aquí está
enterrado el amor”. Han pasado 35 años.
El
viajero, despacio, sosegado, y todavía
envuelto por la niebla, abandonó
definitivamente el cementerio. Sintió el frío del exterior y el cartel en una mano.